El mensaje es claro. La productividad es la vía para aumentar los ingresos y el bienestar de todos los colombianos de manera sostenible.
Nadie está en desacuerdo con que aumenten los ingresos de la población. Es un objetivo deseable, pero no a cualquier costo. Por esto, antes de avalar la propuesta del senador Álvaro Uribe de aumentar el salario mínimo de manera extraordinaria, vale la pena preguntarse: primero, ¿qué tanto pueden subir los salarios, en particular el mínimo, sin afectar el empleo o sin motivar a empresas y trabajadores a pactar relaciones laborales informales? Segundo, ¿cuáles son el procedimiento y el arreglo institucional óptimos para tomar decisiones sobre aumentos del salario mínimo? Tercero, ¿quiénes se ven afectados por incrementos extraordinarios del salario mínimo o superiores al óptimo, cualquiera que este sea?
Hay que empezar por reconocer que un incremento en los costos que asume un empleador no puede superar lo que la empresa sería capaz de recibir si contratara un empleado adicional. De ser así, la demanda por mano de obra caería o se reemplazaría por una de menor precio; esto es, la que se tranza en el mercado laboral informal. Por esto, es bien sabido que los aumentos del salario mínimo solo son sostenibles cuando reflejan cambios similares en los niveles de productividad laboral. Esto no ha ocurrido en Colombia.
Por el contrario, en los últimos años, el incremento anual del salario mínimo ha superado la suma de la productividad laboral y de la inflación del año anterior. En el 2011, el aumento fue 4,8 puntos porcentuales superior a esta suma, y en los ocho años del gobierno Santos el desfase fue de 1,6 en promedio.
Es evidente que la productividad ha dejado de ser un factor determinante en el ajuste del salario mínimo, lo cual afecta la generación de empleo y la disminución de la informalidad. La productividad laboral en Colombia, en los últimos 20 años, ha tenido crecimientos anuales virtualmente nulos e incluso negativos. A pesar de esto, el arreglo institucional para determinar el salario mínimo ha generado que, relativo al mediano, el colombiano sea de los más altos del mundo.
Un arreglo aún más discrecional al actual agregaría distorsiones adicionales. Por un lado, generaría incentivos para buscar recurrentemente aumentos salariales extraordinarios. Por otro, debilitaría una institucionalidad importante de diálogo público-privado que lo que requiere es mejorar sus reglas de juego y el procedimiento en que basa la revisión del aumento salarial anual.
El punto respecto a quiénes se verían afectados con aumentos extraordinarios del salario mínimo es quizás el menos trivial. Además de los impactos en desempleo e informalidad, en detrimento de los trabajadores, la informalidad produce también externalidades negativas que asume toda la sociedad. Por ejemplo, competencia desleal con empresas formales y mayor corrupción, así como reducción de ingresos fiscales para seguridad social y provisión de bienes públicos.
De otro lado, no se afectaría por igual a toda la población ni a todas las empresas. Hay evidencia de que jóvenes y trabajadores menos calificados serían los más perjudicados. Así mismo, las empresas más pequeñas son aquellas que proporcionalmente emplean más trabajadores por el salario mínimo y, en esa línea, también serían las más afectadas.
El mensaje es claro. La productividad es la vía para aumentar los ingresos y el bienestar de todos los colombianos de manera sostenible. Hacerlo por decreto solo empeorará el panorama de un país que ya tiene suficientes retos en materia de competitividad.