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La pandemia del COVID-19 y las medidas para contenerla han tenido efectos profundos sobre nuestras vidas; tantos y tan variados que apenas empezamos a comprender muchos de ellos. Fueron también una prueba que reveló a su paso aquellas tareas que teníamos pendientes y a las que tendremos que dedicarnos con más empeño, porque pareciera evidente […]

La pandemia del COVID-19 y las medidas para contenerla han tenido efectos profundos sobre nuestras vidas; tantos y tan variados que apenas empezamos a comprender muchos de ellos. Fueron también una prueba que reveló a su paso aquellas tareas que teníamos pendientes y a las que tendremos que dedicarnos con más empeño, porque pareciera evidente que este tipo de choques van a impactarnos con más frecuencia.

En este informe queremos, en primer lugar, destacar el enorme esfuerzo del Gobierno Nacional para afrontar una crisis sin precedentes y con resultados que, si bien siempre parecerán insuficientes dado el sufrimiento que ella causó, han sido importantes y significativos.

El sistema de salud, que contaba con una cobertura casi universal, aumentó su capacidad de forma ágil para atender las necesidades específicas de esta pandemia y con un costo para el consumidor, el denominado “gasto de bolsillo”, menor que el de muchos países en todos los niveles de desarrollo.

Las instituciones y registros administrativos para identificar y apoyar a la población pobre y vulnerable permitieron implementar programas sociales de gran envergadura como Ingreso Solidario, que llegó a tres millones de hogares, y la compensación del IVA, que alcanzó dos millones de hogares, en tiempo récord. Para hacerlo se utilizaron herramientas que mejoran la inclusión financiera de estas familias, generando beneficios de largo plazo, adicionales al impacto de corto plazo, que fue importante en sí mismo. Las instituciones encargadas de la política macroeconómica y financiera respondieron de forma oportuna y audaz para velar por la solidez y liquidez del sistema financiero, el soporte al sector productivo y la estabilidad macroeconómica. Es importante visibilizar que estos esfuerzos se apalancaron en fortalezas que como país hemos construido a través de los años y que debemos preservar.

Aun así, las consecuencias de la crisis son profundas. Se han confirmado más de 127.000 fallecidos por COVID-19 en Colombia. Alrededor de 3,5 millones de personas cayeron en la pobreza monetaria. El número de empresas registradas ante las cámaras de comercio cayó en alrededor de 300 mil, aproximadamente el 18 % del total registradas en diciembre de 2019. El empleo sufrió su peor caída desde que hay registros, ha sido lento en recuperarse, y una parte de lo recuperado se ha ido a empleo de peor calidad. Con respecto a los niveles prepandemia, hoy hay 475 mil desempleados y un millón de personas inactivas más. Además, el 48 % de aquellos que se denominan “ocupados” son trabajadores por cuenta propia y trabajadores familiares sin remuneración.

También se ampliaron las brechas del sistema educativo y del mercado laboral que alimentan nuestra profunda inequidad. El cierre de guarderías, escuelas y colegios, por el que todavía más de 2 millones de niños, niñas y adolescentes siguen sin estudiar resencialmente, ha generado incalculables pérdidas de aprendizaje, sobre todo para aquellos sin acceso a internet. Las menores oportunidades de empleo han afectado sobre todo a las mujeres y los jóvenes. Hoy hay casi 1,2 millones de mujeres desempleadas o inactivas más que antes de la pandemia. También hay casi 3 millones de jóvenes entre 14 y 28 años que no estudian y no trabajan, que empiezan cada semana sin la esperanza de construir un mejor futuro.

Las fuertes protestas durante el primer semestre de 2021 dejaron claro que abordar estos retos sociales y económicos es impostergable. Es evidente que los ciudadanos, sobre todo las nuevas generaciones, exigen un nuevo contrato social en el que cada estamento de la sociedad aporte de nuevas maneras a la construcción de una vida más gratificante para todos. Este es un llamado que el Estado, la academia y el sector empresarial, que no somos nada diferente que una expresión de la voluntad de dicha sociedad, debemos reconocer y honrar.

En ese contexto, desde el CPC creemos que ser competitivos y productivos no es un fin en sí mismo; es un medio para mejorar la vida de la mayor cantidad de personas posible. Ese debe ser el foco y el fin último de nuestros esfuerzos y, para ello, dos premisas deben guiar nuestras acciones.

La primera es la conexión: las personas son a su vez la fuerza de trabajo que construye valor en una empresa, las que confían y consumen los productos que otras empresas producen, las que como servidores públicos definen reglas de juego y velan porque se cumplan, las que investigan en laboratorios y enseñan en las aulas para seguir ampliando nuestro entendimiento del mundo y sus vicisitudes. Todos somos estudiantes, trabajadores, ciudadanos, consumidores, votantes, emprendedores, empresarios, profesores y jubilados en algún momento de nuestras vidas, y en muchas ocasiones ostentamos varios rótulos a la vez. Este sincronismo nos conecta a todos y a las instituciones que construimos: hogar, empresa, Estado, academia, democracia, sociedad.

La segunda premisa es el poder de esta conexión: si priorizamos los objetivos de largo plazo que nos unen por encima de las discusiones de corto plazo que nos dividen, estaremos mejor. Seamos conscientes de que los intereses particulares que uno y otro defendemos en el corto plazo son el fruto de en qué orilla y con qué rótulo nos encontró cada coyuntura. Con el tiempo, esos intereses cambian o se disipan, pero si permitimos que dicten las decisiones a cada paso, dejan una huella permanente en nuestra historia, caracterizada por una costosa lentitud en avanzar hacia los objetivos comunes realmente importantes. Hagamos conciencia sobre el carácter efímero de los intereses que nos dividen.

Reconozcámonos en el otro, que en el largo plazo quiere, como nosotros, oportunidades para aprender y trabajar, sentirse esperanzado sobre el futuro, competir de igual a igual con los demás y crecer, conectarse con las personas y los lugares que son importantes en su vida, confiar en que el Estado defina reglas claras y justas y las haga cumplir. Prioricemos esos objetivos de largo plazo y usémoslos para dirimir los debates del presente.

Este informe, a través de un análisis riguroso e independiente, explora en detalle esos grandes retos sociales y económicos que enfrentamos para mejorar la vida de todos los que viven en Colombia. Presenta recomendaciones sobre iniciativas y políticas públicas y privadas para abordar esos retos, que a continuación se resumen en cuatro grandes objetivos comunes que creemos deben guiar los esfuerzos para la competitividad y el desarrollo del país.

En el corto plazo es fundamental recuperar la esperanza a través de más oportunidades para aprender y trabajar. La prioridad debe ser acelerar el regreso a la presencialidad educativa, universalizar la educación preescolar, e iniciar el proceso de remediar las pérdidas de aprendizaje por el cierre de centros educativos. Por otro lado, se podría dinamizar la implementación del Marco Nacional de Cualificaciones para promover el aprendizaje pertinente para un trabajo digno a lo largo de la vida. Finalmente, es primordial ajustar las normas laborales y de seguridad social para lograr ofrecer empleos formales a la población desempleada y con empleo vulnerable en el país.

Tenemos que enfocarnos en mejorar el funcionamiento de los mercados para que más empresas puedan competir, crecer e innovar. Esto implica, entre otros, revisar los reglamentos, regulaciones y medidas no arancelarias para facilitar la actividad productiva, promover la competencia y, sobre todo, poner al consumidor en el centro. Además, es clave internacionalizar la economía, la sociedad y la academia para fomentar la absorción de tecnología y conocimiento en el aparato productivo en beneficio de las personas. Igual de importante será incentivar una transición progresiva hacia la neutralidad en carbono, sin poner en riesgo la seguridad energética del país.

Todos estos son esfuerzos colectivos, y por tanto necesitamos un país más conectado. Para ello, es vital extender servicios digitales a zonas rurales y población vulnerable y aumentar el número de puntos de interconexión para mejorar la calidad de internet. Por otro lado, se debe seguir diversificando la matriz de generación eléctrica y ampliando el abastecimiento de gas natural. Finalmente, se debe consolidar un transporte multimodal competitivo en todo el territorio y permitir que los costos de transporte se generen en condiciones de competencia.

Este proceso requiere de un Estado eficiente, confiable y al que todos le podamos exigir. Para ello se debe avanzar hacia una estructura tributaria que se apoye más en las personas naturales, de acuerdo con su ingreso, y menos en las empresas, que no son más que procesos productivos. Así mismo, es clave eliminar exenciones y tratamientos especiales, nivelando el terreno de juego entre empresas de distintos tamaños y sectores. En términos de gasto público, es importante seguir revisando cómo otorgamos los subsidios pero, sobre todo, reformar el sistema pensional para avanzar en cobertura, equidad y sostenibilidad fiscal. Por último, recomendamos acelerar aún más la transformación digital del Estado.

Un agradecimiento a todos los miembros del CPC, y en particular a su Consejo Directivo por su apoyo decidido e incondicional a nuestra investigación y esfuerzos. A su presidente Josefina Agudelo y a su vicepresidente Ernesto Fajardo. Así mismo, a Cesar Caicedo, Jorge Mario Velásquez, Miguel Cortés, Roberto Junguito, David Bojanini y José Alejandro Cortés: gracias a su compromiso y visión el CPC se sigue fortaleciendo para incidir cada vez más en las decisiones que nos permitan avanzar hacia un mejor país.

Por su dedicación, rigor y entusiasmo, agradezco también al equipo responsable de elaborar conmigo este informe: al vicepresidente Juan Sebastián Robledo, a los investigadores Daniel Cifuentes, Fabián Bernal, Indira Porto, Johanna Ramos, Lorena Lizarazo y María Alejandra Peláez; a Carolina Cortés, Francy Benítez y Wilmar Martínez, y a nuestras estudiantes en práctica Alejandra Rodríguez y Sofía Salamanca. Buena parte de la tarea que hoy podemos realizar se debe a la labor de años de Rosario Córdoba, a quien queremos agradecer muy especialmente por todo lo construido.

Finalmente, queremos hacer un reconocimiento a los profesionales de la salud, a los funcionarios públicos, a los empresarios, a los trabajadores, a los docentes, a los investigadores y los miembros de la sociedad civil por sus esfuerzos incansables para enfrentar esta pandemia y la crisis social y económica que trajo consigo.

Esperamos que este informe contribuya a una consciencia de aquello que nos une y de la urgencia de buscar más formas de trabajar conjuntamente por una economía más competitiva, que no es más que un medio para que podamos tener un futuro más próspero y feliz.


ANA FERNANDA MAIGUASHCA
Presidente
Consejo Privado de Competitividad

Ana Fernanda Maiguashca

Presidente

Ana Fernanda Maiguashca es economista de la Universidad de los Andes, y MBA de la Universidad de Columbia. Fue codirectora del Banco de la República entre 2013 y 2021, y previamente se desempeñó como Viceministra Técnica del Ministerio de Hacienda. Ha recorrido diversos cargos relacionados con el mercado financiero colombiano. Fue Directora de Regulación Financiera, Superintendente Delegado Adjunto de Riesgos de la Superintendencia Financiera y pasó la primera parte de su carrera en el Banco de la República, en varias calidades, relacionadas con el desarrollo del mercado local de capitales y la regulación cambiaria. Es también miembro de varias juntas directivas.