Cuando se diseñan las normas con las que vive una sociedad se podría decir que hay dos opciones. Optar por reglas que se ajusten a la realidad existente, o elevar los estándares buscando que ello genere progreso. A mí, la primera opción me parecía conformista, y guardaba un juicio íntimo de reproche hacia ella.
Sin embargo, llevo un tiempo pensando que la segunda opción, que suena más admirable, resulta en muchos casos contraproducente. Si no construimos todo un entorno que promueva la evolución, y los incentivos adecuados, la sola regla no transforma nada y en cambio resulta costosa en tanto que induce a la informalidad a una parte de la población y nos genera una falsa sensación de triunfo.
Muchos marcos normativos en Colombia constituyen un umbral mínimo de calidad, diseñado con el espíritu de proteger a los consumidores de quien produce los bienes o servicios. Pero en un país como el nuestro, es frecuente que el consumidor y el productor sean igual de vulnerables.
Los costos de cumplir los estándares de calidad son superiores a los que pueden pagar nuestros productores, que quedan condenados a la informalidad. Uno podría creer que al incumplir el marco regulatorio, estos negocios desaparecen, pero lo cierto es que el Estado no tiene la capacidad real de ejercer ese tipo de control. El resultado es una cancha desigual que les carga un peso enorme a los formales y les impide el ingreso a los informales. Al final, no protegemos a ningún consumidor. Los más pobres van a demandar del informal porque el precio es menor o porque sólo pueden acceder a él, y los demás no logran percibir las mejoras que la competencia normalmente genera en precios, calidad o innovación.
Lo peor, creo, es que pensemos que hemos resuelto algún problema y seguimos de largo sin evaluar el reguero de consecuencias no previstas de la pulcritud de nuestras exigencias. Fui reguladora por mucho tiempo y hoy creo que la óptica con la que pensé en los costos y beneficios de las reglas que ayudé a construir, era limitada.
Doy algunos ejemplos para ilustrar el punto: la tasa de usura, que supuestamente existe para que no se pueda otorgar crédito a tasas de interés superiores, cuando sabemos que da paso al mercado del gota a gota. El salario mínimo, cuando, como me decía un contertulio en días recientes, el salario mínimo de una persona en este país es cero, porque ese es el ingreso de alguien que no logra conseguir trabajo. La penalización del aborto, que no llevaba a que la práctica se redujera, y en cambio generaba tantas muertes y pobreza en tanto que el problema radica en la carencia de educación sexual.
Quizás haya entonces cierta virtud en el conformismo, al menos en la regulación. No creernos la historia de que siendo ambiciosos en la regla vamos a transformar la realidad. Puede ser que esto nos permita construir soluciones menos pretenciosas, pero más reales a nuestros problemas.