No conviene asfixiar el empleo formal

Los trabajadores que no logran contratos formales terminan en el sector informal.

Gran revuelo ha causado entre empresarios y analistas la aprobación en el Congreso de la reducción de la jornada laboral de 48 a 42 horas semanales. Primero, por lo inoportuno que puede ser en una coyuntura como la actual, de alto desempleo e informalidad creciente, y, segundo, por las consecuencias que podría tener sobre el mercado laboral, cuyo funcionamiento ya está bastante distorsionado.

Durante más de un año, la conversación se ha centrado en la altísima tasa de desempleo que ha dejado la pandemia y en su impacto negativo sobre los más vulnerables, en su mayoría trabajadores informales que, por su misma condición, no tienen acceso a seguridad social.

Para aliviar esta situación y revertir esta tendencia, la prioridad ha sido la generación de empleo formal y sostenible, y en este empeño están tanto los empresarios como el Gobierno Nacional y los gobiernos locales. No obstante, lograrlo implica contar con las condiciones adecuadas.

El alto desempleo en Colombia no es nuevo, como tampoco lo son la informalidad ni la baja productividad laboral. Estos son problemas estructurales, que preceden la pandemia, y que por diferentes motivos no se han podido solucionar. De hecho, es la razón por la cual se creó la Misión de Empleo, que lideran el economista Santiago Levy, investigador del Instituto Brookings, y Darío Maldonado, de la Universidad de los Andes, y cuyas conclusiones pronto se conocerán.

Ahora bien, en ausencia de estas y con base en la evidencia existente, es posible anticipar algunas conclusiones. En primer lugar, que la informalidad y la baja productividad del mercado laboral colombiano se originan en el entorno institucional; exactamente, en la regulación de las relaciones laborales entre empresas y trabajadores. Una regulación que al atar la protección social a la contratación formal termina gravando la formalidad y subsidiando la informalidad.

Generar empleo formal es costoso, y lo es para todas las empresas. Los costos laborales no salariales equivalen a aproximadamente un 53 por ciento del salario promedio de los trabajadores formales, sin contar el impacto de las incapacidades médicas. En otras palabras, contratar un trabajador formal es, en promedio, 53 por ciento más costoso en relación con su salario nominal, lo que para algunas empresas resulta determinante a la hora de contratar.

Los trabajadores que no logran contratos formales terminan en el sector informal (entre 60 y 65 por ciento del total), que es menos productivo y no tiene acceso a la protección social. De hecho, esto explica por qué la productividad promedio o producto por hora trabajada en Colombia es de las más bajas del mundo, incluso respecto al promedio de América Latina, que representan tan solo el 23 por ciento de la de Estados Unidos.

En un contexto como este, es natural que la reducción de la jornada laboral genere preocupación en un mercado laboral que por razón de la misma regulación opera muy mal.

Es posible que, como algunos argumentan, la reducción de la jornada sea beneficiosa para el mercado formal y redunde en una mayor productividad, sin generar nuevos empleos. Es el caso de las empresas que ante la obligatoriedad de la reducción de la jornada, y teniendo que mantener el mismo salario, propicien una mayor productividad de sus trabajadores a través de mayor capacitación y acceso a tecnología.

Sin embargo, esto no siempre es posible y la reducción de la jornada puede llevarlas a tener que contratar más personas para mantener los niveles de producción, lo que aumenta aún más los ya elevados costos de operar en la formalidad. Las opciones en este caso son transferir estos costos a los consumidores u optar por la informalidad.

ROSARIO CÓRDOBA GARCÉS