El éxito de la política industrial está en abstenerse de escoger ganadores (seleccionar sectores) para, en su lugar, dejar ir a los perdedores.
La vicepresidente Marta Lucía Ramírez anunció recientemente que el 20 de julio le entregará al presidente Duque una lista con los compromisos que tanto el Gobierno nacional como el sector privado asumirán, para lograr duplicar la producción, las exportaciones y los empleos.
El anuncio lo hizo en el lanzamiento de los Pactos por el Crecimiento, que consisten en una estrategia de diálogo público-privado para dinamizar sectores de industria, servicios y agropecuario que permitan impulsar el crecimiento de la economía. Se espera que a partir de la misma se pueda alcanzar la meta del Plan Nacional de Desarrollo de aumentar el crecimiento del PIB de 2,7 % a 4,5 % en 2022.
Los espacios de diálogo con empresarios hacen parte de lo que se conoce como política industrial moderna o política de desarrollo productivo, donde Colombia se ha caracterizado más por sus avances en calidad del diseño de política pública (CONPES 3866 de 2016) que en el rigor de su implementación.
Pero, más allá de las metas anunciadas, la nueva estrategia de pactos lanzada por la Vicepresidente se relaciona bien con un debate que, también de manera reciente, fue planteado por Dani Rodrik, el prestigioso economista del desarrollo, en una intervención, en el London School of Economics. Rodrik compartió sus ideas sobre política industrial moderna, aplicables al caso colombiano y, en particular, muy útiles para la adecuada ejecución de esta nueva estrategia del Gobierno.
El académico empezó por destacar que, aunque se reconoce que hay suficientes justificaciones teóricas para intervenir con políticas activas de desarrollo productivo -por la existencia de múltiples fallas de mercado-, la evidencia empírica no es concluyente frente al impacto y la costo-efectividad de las intervenciones. Las investigaciones causales que soportan “casos de éxito” paradigmáticos, como los de Corea o Taiwán, son apenas incipientes y sin validez externa; esto es, encuentran impactos en condiciones que son difícilmente replicables más allá del país de estudio y en un momento histórico particular.
Dicho esto, Rodrik opina que aparte de la relativa escasez de investigaciones empíricas -no concluyentes- sobre el impacto de políticas industriales, la solidez de las justificaciones teóricas es suficiente para intervenir. Sobre esa base, la discusión está en cómo hacerlo de una manera efectiva y en esa línea sugiere los siguientes tres principios.
Primero, el éxito de la política industrial está en abstenerse de escoger ganadores (seleccionar sectores) para, en su lugar, dejar ir a los perdedores. Esto es, reconociendo que el Estado comete errores, el reto está en identificarlos con rapidez para retirar apoyos puntuales con cargo a recursos públicos.
Segundo, como los apoyos generan incentivos a la búsqueda de rentas, son indispensables los mecanismos de garrote; no todo puede ser zanahoria. Así, los subsidios productivos siempre deben estar condicionados, sujetos a cláusulas de salida, y cada acción sometida a procesos rigurosos y continuos de monitoreo y evaluación.
Rodrik cierra sus recomendaciones con la siguiente pregunta: si los burócratas monitorean a las empresas, ¿quién monitorea a los burócratas? Responde argumentando la necesidad de mecanismos de transparencia y responsabilidad (accountability), entre los cuales están: declarar de manera precisa los objetivos con metas monitoreables, hacer públicas las solicitudes de empresas y gremios, rendir cuentas periódicamente, y designar la coordinación de la estrategia a un líder del más alto nivel que, eventualmente, si las cosas no salen bien, asuma la responsabilidad política.
Rosario Córdoba Garcés
Presidenta del Consejo
Privado de Competitividad